EL PATRIARCADO HERIDO

A lo largo de la historia contemporánea, los feminismos han contribuido a cambiar de forma significativa las condiciones materiales de la vida de las mujeres, pero también la de los hombres. A pesar de los recientes giros conservadores, transfóbicos, excluyentes y racistas, algunos hemos aprendido mucho de su historia, de sus militancias heterogéneas, de sus inteligencias académicas, de sus potencias instituyentes, de sus formas de vivir. Nos han permitido modular nuestro pensamiento y modelar nuestras relaciones sociales, nos han resituado en una mutua relación menos autoritaria y mucho más democrática. En definitiva, han moderado nuestras formas de entender el poder y entre tods distribuirlo de forma más igualitaria.

Sin embargo, parece que no a todos los hombres -ni a algunas mujeres- les hace demasiada gracia el papel protagonista que tiene el feminismo en la sociedad actual. Cada vez se escuchan más voces contrarias a lo que denominan “excesos” del feminismo. Recientemente, sobre todo en los días cercanos al último 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, los medios de comunicación han publicado encuestas donde aparecen datos sobre la preocupación que los hombres tienen sobre la fragilidad de sus derechos o sobre sus sentimientos agraviados. Al parecer –a pesar de que estadísticas de todo tipo sigan indicando lo contrario─, se sienten heridos y resentidos por la pérdida de poder, por su inestabilidad identitaria o por el cuestionamiento de su masculinidad. Como dice Christine Delphy para muchos supone un ataque a la propia identidad, a las coordenadas que organizan su mundo y las propias relaciones sociales.  

Además, lo que es aún más preocupante, estos hombres “discriminados” adoptan, de paso, discursos ultranacionalistas, integristas, autoritarios y racistas. Parafraseando a Nuria Alabao, el feminismo genera incomodidad, dice esta miembra del colectivo Cantoneras autors de “La hegemonía de la clase media en el último ciclo feminista», publicado en Cuadernos de estrategia 1 (Traficantes de sueños, 2024), pero lo peor es que -añade- ese malestar está siendo instrumentalizado por la derecha reaccionaria y la extrema derecha en todo el mundo, también aquí cerca. Amparándose en el agravio, algunos no dudan en utilizar la violencia. Según algunas estadísticas está aumentando la violencia de género y el machismo crece de manera muy preocupante entre los jóvenes. Es decir, a la sombra de una supuesta masculinidad herida, resurge una reacción patriarcal en toda regla.   

Durante siglos, casi todas las sociedades han tratado la dominación masculina sobre las mujeres como algo “natural”. Literalmente, “patriarcado” significa “regla del padre”.  Las mujeres, junto a hijos, esclavos, bienes materiales y naturales formaban parte del “patrimonio” del hombre, que tenía poder absoluto sobre todas esas propiedades. Todavía hoy, en muchas partes del mundo es así, lo cual indica que el sistema patriarcal sigue siendo una estructura institucional de poder y un conjunto de tecnologías sociales de dominio que han determinado las relaciones de parentesco, los roles de género y las formas de la sexualidad heteronormativa.

Por mucho que las ideologías reaccionarias digan lo contrario, cuando piensan que el feminismo ha ido demasiado lejos, el patriarcado fue y sigue siendo un sistema muy eficaz de dominación, segregación, opresión y miedo

Para Silvia Federici, las feministas han sacado a la luz y han denunciado las estrategias y la violencia por medio de las cuales los sistemas de explotación han intentado disciplinar y apropiarse del cuerpo femenino, poniendo de manifiesto que los cuerpos de las mujeres han constituido los principales objetivos para el despliegue de las técnicas y relaciones de poder. En este sentido, viene bien recordar su célebre Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria (Traficantes de sueños, 2010) donde, a partir del estudio de la persecución y quema de brujas, no solo desentraña uno de los episodios más inefables de la historia moderna, sino el corazón de una poderosa dinámica de expropiación social dirigida sobre el cuerpo, los saberes y la reproducción de las mujeres

Los estudios y biografías activistas que se han producido acerca del control ejercido sobre la función reproductiva de las mujeres, los efectos de las violaciones, el maltrato, el asesinato o la imposición de cánones sociales de belleza o comportamiento constituyen una enorme contribución al legado de la humanidad. Aunque se manifieste en una interminable variedad de formas histórica y culturalmente específicas, con sus propias características antropológicas, económicas, sociales y políticas, el principal objetivo del feminismo siempre ha sido abolir esa estructura de dominación.   

Además, tras una evolución coherente con su propia condición instituyente, los feminismos hoy hablan de todo ─dicen Marta Cabezas y Cristina Vega (eds) en La reacción patriarcal (Bellaterra, 2022) que también inspira este texto─, y lo hacen de forma entrecruzada y transversal: de la pobreza, de los cuidados, del extractivismo y la devastación ambiental, del aborto y la soberanía de los cuerpos colectivos, de la precarización de los trabajos, de la criminalización de la pobreza en el sistema carcelario, del endeudamiento y del racismo institucional. 

Como se leía en el manifiesto de la Comisión 8 de Marzo, el feminismo habla desde la voz herida de una mujer octogenaria desahuciada, expulsada de su casa como hicimos con las judías sefardíes, moriscas o gitanas y ahora con las saharauis y palestinas. Pero el feminismo habla también de árboles, de sequía y aire contaminado, y de las condiciones de producción del norte global que sigue explotando los recursos materiales y humanos de los sures precarizados, de migrantes, de personas desplazadas, encarceladas, e indígenas asesinadas por defender su tierra. El feminismo habla de la sanidad pública, accesible y universal para luchar contra un sistema que agota y hace enfermar. El feminismo es plural y diverso, defiende la justicia social y la igualdad; se nutre de las luchas de todas las mujeres y todas las personas que no estamos dispuestas a que se retroceda y se pierdan los derechos adquiridos tras tantas luchas.

EL ARQUITECTO MIGUEL GARAI EN LA MEMORIA DE ARTELEKU

El 1 de diciembre del pasado año se celebró en la Escuela de Arquitectura de Donostia/San Sebastián un homenaje al arquitecto Miguel Garai, fallecido unos meses antes el 15 de marzo. Viene bien recordar que el edificio de esa escuela fue una de sus obras más emblemáticas, proyectada junto a Santos Barea, que fue precisamente quien me invitó a participar en el acto. En la medida que el resto de ponentes hablarían con más fundamento y criterio sobre sus cualidades profesionales, pensé que mi aportación debía circunscribirse a describir la relación que Garai tuvo con Arteleku, el desaparecido Centro de Arte y Cultura Contemporánea que la Diputación Foral de Gipuzkoa sostuvo durante casi tres décadas en el barrio de Loyola de Donostia-San Sebastián y que tuve el orgullo de dirigir entre 1987, prácticamente desde su apertura, hasta finales del año 2006.

La existencia de Arteleku se inscribió en una profunda convicción política que entiende el apoyo al sistema de la cultura y al arte como una parte más de los servicios públicos destinados a extender los derechos sociales de las personas. Con ese mismo espíritu, como servidores civiles, trabajamos las personas que formamos parte de sus equipos de gestión. Sin su eficaz trabajo y entrega personal la historia de Arteleku no hubiera sido posible.

Arteleku fue una institución algo anómala, quizás excepcional y algo excéntrica; descentrada en relación con el panorama del sistema del arte de aquellos años, pero también periférica con respecto al territorio de la ciudad. Fue, como expresa el significado literal en castellano de la palabra Arteleku, lugar del arte, pero también fue estancia-casa-estudio para artistas. Aquella antigua fábrica de suministros eléctricos, reconvertida en factoría y laboratorio de arte y pensamiento contemporáneo, dejaba transformar su arquitectura, modificar su constitución material, para permitir adaptar el edificio a las necesidades que, paulatinamente, el programa iba requiriendo. Esta condición maleable y flexible no es fácil de encontrar en las instituciones culturales, muchas de las cuales quedan sujetas, incluso encadenadas, a las obligaciones formales y las exigencias patrimoniales de sus arquitecturas que, en demasiadas ocasiones, se convierten en paralizante rigidez orgánica. 

Se podría decir que, desde su fundación, Arteleku casi siempre estuvo en obras, literal y conceptualmente, en permanente construcción. O, quizás en deconstrucción, como Fernando Golvano nos recuerda en su texto Arteleku: una espiral de mutación al servicio del arte y el pensamiento. No en vano, en poco tiempo, pasó de ser una institución pensada desde el arte a convertirse en otra que también acogía actividades y proyectos relacionados con cuestiones y problemas del campo de la cultura contemporánea, como la propia arquitectura. Estar en construcción suponía una permanente disposición a cuestionar sus objetivos programáticos a la vez que, en consecuencia, su materialidad arquitectónica. Este fue el espíritu con el que se abordaron todas las reformas del edificio.

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EL TIEMPO DE LA PROMESA

En su último libro El tiempo de la promesa (Anagrama, 2024) Marina Garcés nos dice que hacer una promesa es dar la palabra a través de la declaración de un compromiso y de un vínculo. Es una acción que abre un abanico de posibilidades. Cuando prometemos algo nos arriesgamos a que no sea realizado, pero también que se convierta en un compromiso. Es una potencia de futuro que reorganiza y orienta el presente. Tiene tanta fuerza que da miedo, por eso a su alrededor se han desarrollado todo tipo de estrategias para neutralizar sus efectos. Los poderes supremos de nuestra civilización la han convertido en su palabra: Dios, con su promesa de salvación; el Estado, son su promesa de protección y el capitalismo, con su promesa de crecimiento ilimitado.

Para Garcés, el capitalismo es el sistema de vida en el que la promesa es que todo puede llegar a ser una promesa. El capitalismo actualiza y disemina por todos los ámbitos de la sociedad la lógica y la economía de la promesa. No solo se sostiene sobre una promesa que organiza el sentido y el tiempo común, sino que él mismo, como sistema, expresa y articula una promesa: la de la acumulación o el crecimiento ilimitados. El capitalismo hace del objeto más inútil una promesa de vida mejor. El delirio de todos los que vivimos bajo el capitalismo es que, aunque las cosas nos vayan mal, en algún momento pueden empezar a irnos bien. Es el delirio de lo ilimitado. Que, aunque veamos muchas injusticias, el propio sistema tiene herramientas resolverlas. Que, aunque estemos agotando y expoliando el planeta, las mismas empresas que lo hacen lo podrán resolver. Que, aunque nos ahoguemos en el sufrimiento, la felicidad es posible. El mismo capitalismo es la promesa, aunque sea sistemáticamente incumplida, su valor es ser inversión, potencial, rentabilidad…es también el tiempo sin límite para la circulación, la flexibilidad y la transformación continua tanto de la materia como de la mente. Demanda mucha adhesión, incluso entusiasmo, pero poco vínculo, y todavía menos compromiso.  

Por el contrario, para la autora de Un mundo común, la promesa es una obligación libre, o una obligación que nos hace libres. Este es el sentido del compromiso, que literalmente significa «prometer con» o «prometer juntos». Si prometer es ponerse uno mismo delante, es decir, exponerse, el verbo comprometer insiste en que eso solo es posible como un vínculo que nos ata a otros destinos. Dar la palabra crea un vínculo irreversible. Prometernos algo puede ser, hoy, una forma de rebelión que introduzca en los escenarios de presente la batalla por el valor de la palabra y sus consecuencias sobre la vida que tenemos y que podemos esperar. Disputar este poder de la palabra, la cual ha ordenado y organizado nuestros mundos, es devolverle capacidad de acción y credibilidad en un tiempo de engaños y de banalidad deliberada. Hacer una promesa es interrumpir el destino. Es afirmar con convicción una verdad que desafía el peso de la realidad.

CULTURA DE LA DESMESURA, AGRICULTURA DE LA CORDURA

Aunque sea un tópico repetido una y mil veces, la forma más primigenia de la cultura fue la agricultura. Además de la caza, la pesca y la recolección, el cultivo del campo para la autoproducción de alimentos y, en consecuencia, la supervivencia de la especie humana y sus formas de vida comunitarias fue una auténtica revolución. Es indudable que la agricultura sigue siendo fundamental para entender nuestra relación con la Tierra.  Durante siglos, el consumo de bienes procedentes de la naturaleza y la agricultura tuvo un principio de correspondencia con los ecosistemas bastante lúcida y equilibrada. Las necesidades vitales tenían una relación cabal con la realidad material y eran atemperadas por algún grado de racionalidad.

Salvando las distancias con todas las diferencias culturales, sociales y económicas que en los distintos lugares del mundo existen en torno a los conceptos de escasez y necesidad, el consumo era mucho más moderado comparado con lo que sucede en nuestros tiempos.  En su célebre Ecología de la libertad. Surgimiento y disolución de la jerarquía (Capitán Swing, 2022) el historiador Murray Bookchin, pionero activista ecologista, nos recuerda que los problemas de las necesidades y de la escasez deben ser contemplados como un problema de selectividad, es decir, de elección. Un mundo donde las necesidades compiten con las mercancías y viceversa, es el reino retorcido del consumo ilimitado y fetichizado. Si bien es cierto que la necesidad presupone una suficiencia en los medios de vida, no por ello -añade- implica la existencia de una abundancia salvaje de bienes, superabundancia que ahoga la capacidad del individuo de seleccionar racionalmente los valores de uso, de definir sus necesidades en términos de criterios cualitativos, ecológicos, humanísticos y, de hecho, filosóficos.

Durante muchos siglos, aquella correspondencia sostenible con el territorio abrió formas de economía comunitaria, pero también procesos de privatización y, en consecuencia, cercamientos de tierras y de acumulación propietaria. Al fin y al cabo, la territorialización del poder configuró los mapas de posesión y desposesión, las guerras por los límites y la soberanía, la aparición de los estados nación y el origen del capitalismo, junto al colonialismo imperial, la ulterior globalización económica y el actual régimen de capitalismo financiarizado en el que el sector agrícola también se ha convertido en materia de especulación.

En Capitalismo caníbal (Siglo XXI, 2023), Nancy Fraser dice que cada régimen precipitó tipos distintivos de luchas en torno a la naturaleza. Pero algo permaneció constante en todas las etapas: en cada caso, las crisis y la lucha ecológica estuvieron profundamente entrelazadas con otras basadas en las contradicciones estructurales de la sociedad capitalista. El resultado -añade – es una maraña de super ganancias y múltiples miserias en que lo ambiental se entrelaza con lo social.

Desde las diferentes revoluciones industriales, y más en concreto, tras las dos guerras mundiales europeas se produjo, de manera paulatina, una alteración substancial en el régimen de alimentación. Siguiendo el modelo fordista de producción- en gran medida la espina dorsal del desarrollo económico de EE. UU que se trasladó a casi todas las cadenas de producción del mundo- se pasó de un sector agropecuario local, autosuficiente y sostenible, a un sistema industrial con un horizonte de mercado global que desbordó los límites más razonables de consciencia ecológica. En esta nueva era, nombrada como Antropoceno o Capitaloceno, las actividades humanas, vinculadas al crecimiento, la acumulación y el consumo ilimitado de un capitalismo globalizado se han convertido en el factor determinante de desbordamiento de los límites de la biosfera. Cualquier producto, bien agrícola como ganadero, se puede producir, promover y consumir dondequiera y además con grandes incentivos para ser trasportable a todos los rincones del mundo. Un sistema de distribución con fuerte dependencia de cadenas logísticas de larga distancia, gigantes empresas multinacionales agroalimentarias, sofisticadas redes de infraestructuras y seguridad, y con una disponibilidad ilimitada de combustibles fósiles a bajo precio.

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CAHIER DE FLEURS  DE IÑAKI GRACENEA

TEXTO PARA LA EXPOSICIÓN EN “LA NAVE SÁNCHEZ-UBIRÍA” DE MADRID

La historia de la percepción sensible de los seres humanos se inscribe en la capacidad que tenemos para captar los estímulos de la naturaleza y las cosas -colores, olores, luminosidad, tamaño…- pero también en la que tiene nuestra subjetividad, predeterminada por el tiempo histórico, y su inscripción en la cultura. Ya desde Aristóteles, la mímesis no se reducía a la mera semejanza ni a la simple verificación –como decía Platón- sino a la posibilidad de agenciamiento. Es decir, a nuestra capacidad para operar ante las imágenes y para desplegar ante ellas nuestra predisposición ficcional, porque las imágenes no pueden ser comprendidas como un mero complemento de la expresividad -no son simplemente representaciones de lo que existe- sino como complejas relaciones perceptivas capaces de introducir interrupciones de sentido, zonas de indeterminación sensible.

Parafraseando a Gaston Bachelard, la imaginación no es, como sugiere la etimología, únicamente la facultad de formar imágenes de la realidad, sería al mismo tiempo la de elaborar otras que la sobrepasan, que “cantan la realidad”, dijo literalmente en 1942 el autor de El agua y los sueños. Ensayos sobre la imaginación de la materia (FCE, 1994)

Iñaki Gracenea lleva años trabajando sobre las imágenes que producen las estructuras de control, en concreto la historia de la arquitectura penitenciaria. La violencia simbólica ha sido el eje de los últimos proyectos del autor. Una forma de violencia no ejercida directamente mediante la fuerza física, sino a través de la imposición por parte de los sujetos dominantes a los sujetos dominados, una dominación ejercida por medio de la arquitectura, de las reglas, de una rutina impuesta, de una visión del mundo, de los roles sociales, de las categorías cognitivas y de las estructuras mentales.

En su práctica artística, desde la pintura como dispositivo “imaginativo” -imagen e imaginación, pero asimismo forma y concepto, materia e historia o significante y significado, a la vez- trabaja también sobre las relaciones visuales. Y en las últimas décadas, concretamente, sobre las que se establecen entre los sistemas de disciplinamiento y algunas de sus tecnologías de poder: la videovigilancia de los espacios públicos y privados, la arquitectura penitenciaria -sobre todo en su concepción panóptica, esa suerte de invisible omnisciencia autoritaria- o el propio cuerpo disciplinado, en términos económicos de utilidad o técnicas políticas de obediencia. En cierto sentido, la “microfísica del poder”, parafraseando el más que citado Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, del no menos mencionado Michel Foucault

Tanto en su materialidad plástica y visual, como en sus preocupaciones teóricas –véase su excelente tesis doctoral Sistema y Modelos: (Representación y resignificación de imágenes proyectadas desde los espacios de control- las obras de Gracenea surgen a partir de las imágenes que emanan de esas estructuras de poder y, sobre todo, del papel del arte para resignificarlas, no como mera representación formal sino como conjunto de operaciones conceptuales que permiten otros registros de lo visible. Según Andrea Soto Calderón en Imaginación material ( metales pesados, 2022) que admiten reapropiarse de su plasticidad y hacer entrar en las palabras, las imágenes y los gestos la categoría de lo posible para articular otra capacidad relacional. 

El propio artista reconocía en su última exposición La disciplina cura. Saiakera que en castellano significa “ensayo” o “intento”, que la disciplina y la limitación autoimpuesta, le permite construir una suerte de sistema que posibilita un trabajo persistente. Pero no se refiere, en absoluto, al dominio de determinadas técnicas o a hacerse con un estilo formal, sino a transitar por todas ellas, atravesar sus potencias, para poder “traducirlas”. Sabiendo además que el arte también es materia que tratar y, por tanto, abre procesos para articular otras formas de inteligibilidad.

En esa condición transitoria entre realidad y ficción, documento, signo o imagen, Gracenea reconoce que, como en este caso con las prisiones, cuando el artista trabaja y analiza un imaginario colectivo que incumbe a la sociedad como institución, grupo o sujeto, es ineludible articular unas pautas de trabajo para no desfallecer ante la avalancha de significados que operan en las obras. Sabemos que las imágenes pueden informar, entretener, distraer y alienar; sabemos que tienen poder, pero también que pueden abrir un amplio campo de representación para disputar, ampliar y redistribuir lo sensible, producir contrapoderes y contraimágenes. Ese tránsito trascurre por diversos lenguajes hasta que, en el caso de Gracenea su propio lenguaje artístico des/vela otros códigos poéticos y políticos que han quedado suspendidos en la “realidad” documental.

El imaginario con el que trabaja el artista, ligado a la memoria, al documento, al archivo, le permite crear diversas formas de orden, índices, grupos, series, colecciones… de tal manera que existe un programa inicial que afectará a un proceso de traducción del material, y concibe así una situación de obra abierta que jamás finalizará. Y, como en toda singularidad, existe un resquicio a la espontaneidad, un palpable testimonio de la particularidad de los gustos del creador, de lo vivencial, donde se hace presente la necesidad del límite para que el espectador logre “levantar” sus propios significados; incluso operando de forma crítica, como un espectador emancipado capaz de pensar radicalmente la dimensión relacional de las imágenes.

ACTOS REVERSIBLES Y ACCIONES IRREVERSIBLES

Hace unos días, en el Museo del Louvre, dos activistas climáticas de Riposte Alimentaire (Respuesta Alimentaria) arrojaron sopa sobre los cristales que protegen La Gioconda, la obra más icónica de Leonardo da Vinci y foco principal de las miradas de los visitantes. Pocos días después, varias personas de Greenpeace y Unmute Gaza se encaramaron a la fachada del Museo Reina Sofia para colgar una gran pancarta con la que pretendían reclamar más atención sobre los graves acontecimientos que están ocurriendo en Palestina.

Podemos estar más o menos de acuerdo en apoyar o rechazar determinados actos que militantes ecologistas están llevando a cabo en espacios e instituciones públicas y privadas. Podemos sentirnos cómplices o desligados de las formas de desobediencia civil ocurridas a lo largo de la historia; sin embargo, es difícil negar la importancia que estos hechos tuvieron para significar y representar las revueltas sociales en favor de los derechos humanos, siempre limitados y en constante proceso instituyente. Por ejemplo, a mediados del siglo XIX, el mismo Henry David Thoreau, autor de Desobediencia civil, se negó a pagar impuestos como protesta contra el exterminio de los nativos americanos, para reclamar el fin de la esclavitud o, pocos años antes de que falleciera, dar testimonio contra la guerra que EE.UU. mantenía entonces con México.

El movimiento ecologista siempre ha sido proclive a llevar a cabo actuaciones mediáticas para subrayar con más eficacia el sentido reivindicativo de sus mensajes políticos. Se pueden rastrear a lo largo de la historia contemporánea desde las históricas acciones antinucleares que se iniciaron en la década de los setenta y ochenta del siglo pasado, como las realizadas por Greenpace en el primer Raibow Warrior, barco que en 1985 fue bombardeado y hundido, causando además la muerte del fotógrafo Fernando Pereira. También son muy conocidas las acciones del segundo buque y actualmente del Rainbow Warrior III en defensa de los océanos y otras causas. Se podrían citar también muchas otras históricas del activismo indígena en Latinoamérica. Sirva la mención a Berta Cáceres, asesinada precisamente por su labor militante, junto a activistas del COPINH, en defensa del territorio, de los bienes comunes de la naturaleza y el proyecto emancipatorio y autonómico de la cultura Lenca en Honduras, que hoy continúan sus hijas Bertha y Laura Zúñiga; hasta las sentadas de Greta Thunberg, imitadas por numerosos jóvenes; las llevadas a cabo por Rebelión Científica el año pasado ante el Congreso de Diputados o las más recientes de activistas de “Futuro Vegetal” en la sala del Museo del Prado donde se encuentran las dos célebres Majas de Goya. También, por citar algunas, se han llevado a cabo acciones de desobediencia ante El Grito de Münch, Los Girasoles de Van Gogh, La Carreta de Heno de Constable, La Joven de la Perla de Vermeer, La Primavera de Botticelli, Masacre en Corea de Picasso o Latas de Sopa Campbell de Warhol. Todas obras de sobra conocidas por el imaginario popular.   

No deja de ser curioso que hayan sido estas acciones contra obras de arte, precisamente, las que más rechazo han provocado en la opinión pública o, por lo menos, en una parte significativa de personas relacionadas con el arte y la cultura. Quizás – me atrevo a sugerir- la razón de ese malestar se deba a que, a través de la historia de la cultura, tan disgregada de la historia material de la naturaleza, hemos aprendido que las obras de arte son parte fundamental de las manifestaciones sublimes del espíritu del ser humano. Por tanto, en cierto sentido, también son sagradas e intocables. La naturaleza y la tierra, por el contrario, son siempre susceptibles de ser explotadas sin límites razonables sin que, al parecer, nos produzca tanto desasosiego.

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